sábado, 10 de septiembre de 2016

TORTURA: El anuncio.

Sí, lo he visto.
La estrategia publicitaria debe de partir de un barrido sobre las preocupaciones de sus posibles compradores. Ahora está en marcha la guerra sobre los deberes, terrible palabra que se ha convertido en sinónimo de tortura. Y ellos la han aprovechado. Dicen que hay que salvar las cenas y luchar contra los deberes. Todo con ese aire modernetis, irreal y falso, de familias jóvenes, guapas, con casas amplísimas, cuajadas de detalles muy originales que hay que desear. Nos ponemos de vuestro lado, dicen: Os apoyamos. 
La verdadera tortura no está en los deberes, en abrir un libro de Ciencias Naturales o resolver por sí mismo un problema de matemáticas; en permitir que un niño tenga tiempo para darle a su cabeza, conseguir que se esfuerce un poco en hacer un buen ejercicio de escritura, curiosee y descubra entre sus libros cosas que hasta ahora no sabía. Ni siquiera en memorizar (oh!) un poema. La verdadera tortura es que el tiempo libre se dedique a ir (con los niños, toda la familia happy, por supuesto) de compras a almacenes abarrotados de cosas estúpidas e inútiles que, de repente, nos hacen sentir como necesarias e imprescindibles. Tomar bolsas enormes para llenarlas de artilugios que nos estorbarán durante meses (hasta tirarlos y cambiarlos por otros igual de inconvenientes). Adquirir sin parar objetos ridículos para tapar las grietas de nuestra vida, que necesitaría otro tipo de reparación. Volver a casa de mala leche después de seis horas encerrados en un gran almacén (Oh, qué bien lo han pasado los niños haciendo lo que les ha dado la gana) y dedicar el día siguiente a montar ese mamotreto extraño en medio del salón de la casa (donde apenas nos cabe), con un mal genio que podría llevarnos a declarar una guerra interna, si no fuera porque, al final, se deja (a medias) para otro día mientras, sí, cenamos todos juntos algo congelado y rápido.
Así que nos hemos convertido en revolucionarios contra la escuela, el trabajo personal, la mesa y la silla, para ser compradores persuadidos de que hay una felicidad en el hecho de abastecernos de objetos (juntos, sí, en familia, sí). Así que hay marcas que nos comprenden, que saben lo horrible que es perder el tiempo de las tardes sobre el escritorio de los niños y nos proponen una alternativa magnífica. 
Qué difícil es no seguir la corriente. Pararse a pensar y descubrir que nos engañan y, encima, nos llaman estúpidos. Nos deslumbran con ese juego de imágenes rápidas de gente guapa hasta dejarnos ciegos. Y consideran a la escuela como centro de tortura. ¡Ellos!
Yo quiero hacer deberes. Los justos, los necesarios. No quiero ir de compras absurdas ni dedicar el tiempo a montar muebles improductivos. Quiero hacer ejercicios de redacción en una mesa normal y corriente; tener espacio en mi casa. Sin estorbos. 
Comprender dónde está la trampa.
Más filosofía y menos manipulación.